Algo que caracteriza a nuestra sociedad es el aislamiento en el que se vive y al que se condena a los individuos. No es de extrañar que la mayor parte de las personas de mediana edad (25-45 años) vivan solas y que la mayoría de nuestros mayores o vivan solos o vivan su soledad en residencias “ad hoc”.
A veces es una cuestión de actitud , otras de egoísmo, otras de falta de compromiso, pero el caso es que el aislamiento es algo que se extiende a gran velocidad, tanta que ya está arraigado en nuestro contexto.
Deberíamos saber que ese aislamiento tiene consecuencias físicas, mentales y emocionales, pero, aún así, el 40% de esas franjas de edad que hemos anotado, viven aisladas.
La soledad (de la que ya hemos hablado en este blog) ayuda a que los niveles cognitivos disminuyan y que los problemas se conviertan en irresolubles, por simples que sean, porque la soledad es también un factor de riesgo y no solo para los adultos, también para los más jóvenes.
La soledad parece algo buscado, pero en realidad representa un estigma, porque asumirla casi es tanto como decir que hemos fallado en lo más fundamental. Aún así, las personas aisladas no carecen de actitudes para la conexión con los demás, poseen habilidades sociales (a unas edades más que a otras, como es lógico y unas personas más que otras), el problema es que la persistencia en ese aislamiento hace a las personas a percibir a los demás como problema.
La conclusión es que la conexión humana está en el centro del bienestar humano. Depende de todos mantener los vínculos ahí donde se están desdibujando, y crear nuevos lazos donde nunca han existido.
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