Aquel día, como era habitual, salió de su casa al atardecer y caminó sin prisa hasta el café cercano frecuentado por él desde hacía mucho tiempo.
Le pareció extraño que a esa hora el lugar permaneciese aún desierto y mal iluminado. Ordenó lo de costumbre: el café cortado y el vaso de agua. Le costó reconocer a la camarera, parecía no ser la misma, sin su sonrisa contagiosa y conversación amena. Simplemente acogió su pedido y se retiró de inmediato.
Sorprendido, reparó en un hecho inusual, perturbador: al fondo del recinto habían emplazado un improvisado escenario, prácticamente en penumbras, que apenas daba cabida al orador, una figura fantasmagórica declamando lo que semejaba un poema.
El hombre gesticulaba enfatizando algunas palabras encendidas, desafiantes. Apareció la camarera y le pidió que la disculpara: debía esperar hasta que el orador concluyese su ya extenso recitado, a esas alturas, una expresión de rebeldía apenas perceptible.
Exhausto, finalmente se desplomó sobre el escenario. Se acercó con cautela y comprobó con espanto que el personaje muerto era su viejo amigo, el poeta irreverente, esfumado un día sin dejar rastro alguno. El único testigo era él. La camarera ya no estaba y el café permanecía en la oscuridad y vacío.
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