Hace mucho tiempo, en un lejano país cuyo nombre no consigo recordar (imaginemos que se trata de uno de esos reinos olvidados de la literatura fantástica), dos hombres se personaron ante el juez de la comarca para que este dirimiera sobre un pleito de tierras por el que estaban enemistados.
Uno de los hombres era joven y fuerte, tanto que era capaz de tumbar una mula de un solo manotazo. El otro era un anciano, y estaba debilitado por los achaques propios de la edad y de una vida dura y laboriosa.
El hombre joven era quien llevaba razón en su demanda; pero esto nadie lo sabía, a excepción de su enemigo. El juez, para salir de dudas, resolvió que se batieran a muerte. Al vencedor se le daría la razón y, por consiguiente, las tierras; pues era lógico suponer que el Todopoderoso se habría de poner de parte del hombre honesto para hacer justicia (esa Justicia que no puede escapar en modo alguno a los designios de la Divina Providencia).
Ambos hombres lucharon armados con duros bastones. Gracias a un golpe de suerte, el anciano rufián ganó el combate. Y dicha victoria pareció tan milagrosa al pueblo que, desde entonces, ya nadie se atrevió a poner en duda la fiabilidad de aquel procedimiento ni las sabias decisiones del juez.
Autor: Miguel Bravo Vadillo
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