A veces la realidad se nos vuelve en contra, tanto que nos cuesta aceptarla. Esa realidad puede ser social, personal, biológica, sentimental,… la que sea.
Y nos cuesta aceptarla por las limitaciones que suelen concurrir en el estado en que nos deja, sobre todo personales, escondidas en el tiempo, el espacio o en la forma en que nos hemos dado en vivir.
Está claro que somos libres de actuar según nuestra forma y criterio de ver la vida y a los demás, pero resulta que no hemos aprendido a aceptar las intenciones adversas de los demás, incluida la biológica.
La disminución de facultades o de fuerzas nos obliga a echar de menos a algunas personas, está claro, pero… nos olvidamos de sus decisiones o de sus propias necesidades (por decirlo de un modo suave), porque no todos tienen la voluntad de aceptar nuestras limitaciones o nuestros desahogos.
Se supone que siempre habrá alguien que nos tenga presente, pero no siempre con la armonía que necesitamos o queremos, por más que con ello no estemos diciendo que sean rechazables, muy al contrario, son admitidas con gratitud y agradecimiento, pero necesitan un tiempo para acoplarse a nosotros y no siempre con la apertura que soñábamos tener con aquellas personas que parece que nos huyen.
Dicen que así es la vida, que unas veces se acierta y otras se yerra y debe ser cierto, pues no podemos dejar que el tiempo, actuando a su antojo, nos traiga a las personas más adecuadas, solo las más dispuestas (lo que no es poco).
En mi caminar por mi propio desierto he aprendido que no hay que gastar energías en según quién, que no hay que esperar nada de nadie, pero también que hay que celebrar a las personas (maravillosas todas ellas) que sin pedírselo se nos acercan para aliviar nuestras quejas o estado.
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